Lo sabemos, sexo y amor son dos cosas distintas, que pueden ir juntas, y vemos como ellos separan ambos elementos a la perfección, pero la teoría no es igual a la práctica. Desde los movimientos feministas de los 60 y los 70 las mujeres hemos afirmado que nosotras también podemos lograrlo, y la cultura popular nos ha presentado mujeres de la ficción – como Samantha en Sex and The City – que asumen su sexualidad con libertad y desde una perspectiva recreativa, igual que ellos; pero en la vida real es mucho más difícil, no basta con declararlo e intentar ser sexuales sin involucrarnos afectivamente, pareciera que nuestra naturaleza se resiste al placer sin análisis – sin razón – y sin corazón.
La antropología presenta una explicación lógica para este fenómeno. Nuestras antepasadas del paleolítico no podían controlar su fertilidad, y el sexo implicaba el riesgo de un embarazo, lo cual significaba permanecer en la cueva durante nueve meses y luego dedicarse a la crianza de ese bebé. El único anticonceptivo posible era cerrar las piernas ante su interpretación de las intenciones de ese hombre primitivo, quien esparcía su semilla sin muchos miramientos cuando aún era nómada, y cuya responsabilidad en el sustento de ella y su hijo sólo estaba garantizada por cierto grado de afectividad, unido a la intención de quedarse en un lugar estable después de entender su rol en la procreación, y proveerlos con sus habilidades de caza y recolección.
La mujer comprendió muy bien que el sexo tenía consecuencias, así su involucramiento afectivo buscaba seguridad, una relación estable, algo muy práctico, no está claro si esta fémina primitiva comprendía el amor como lo hacemos nosotras, puede ser que ese amor romántico que aprendimos a procurar sea toda una construcción social posterior para justificarnos. Recordemos que en este tiempo el sexo se practicaba sin pudor, las cavernas permanecían abiertas y aún no existía el concepto social de intimidad, mientras que el arte paleolítico daba testimonio de la sexualidad con la Venus de Willendorf que exaltaba el cuerpo femenino como espacio fecundo, también aparecieron penes y vulvas grabados en piedra, así como dibujos del proceso de parto y de prácticas sexuales variadas y posturas que sugieren una exploración erótica,también por este tiempo se crean los primeros artilugios destinados al placer, antecedentes de los juguetes sexuales, esculpidos en piedra y otros materiales, como el falo de Tübingen, descubierto en Alemania, con más de 28 mil años de antigüedad.
Volviendo a la exploración del sexo desde una perspectiva femenina, existe una improntación – dirían los psicoanalistas – de esta experiencia primitiva. Digamos que en la naturaleza de la mujer primero es el amor y luego viene el sexo, mientras que para la naturaleza del hombre es al revés, primero viene el sexo y luego el amor. Las hormonas también apoyan esta idea, en nuestro ciclo menstrual, la presencia del estrógeno y la progesterona, además de determinar nuestra fertilidad inciden en nuestra emocionalidad y en la disposición para el deseo, mientras que en el varón la testosterona los hace estar, prácticamente, siempre listos. La ventaja del momento presente es que controlamos nuestra fertilidad y que los hijos son una opción más dentro del proyecto de vida de una mujer, no una obligación social o un accidente biológico.
Disfrutar de la sexualidad a plenitud y con responsabilidad pasa por no negar nuestra naturaleza, ir en contra de ella puede causarnos serios desequilibrios emocionales aunque declaremos ser féminas liberadas y modernas. El erotismo y el placer están para ser disfrutados como somos, sin pretender ser distintas.