En otros tiempos se conocía genéricamente como bondage y consistía básicamente en inmovilizar a tu pareja sexual para desarrollar determinados juegos eróticos (consensuados y realizados entre adultos, eso siempre). En líneas generales, bastaba con comprarte un juego de esposas o tener un trocito de cuerda y conocimientos básicos sobre como hacer un nudo para poner en práctica la inmovilización erótica.
Palabras como shibari o kinbaku, tan habituales en el léxico sadomasoquista actual, eran patrimonio de unos cuantos eruditos y no formaban parte de la terminología cotidiana del BDSM.
Pero los tiempos cambian y el rejuvenecimiento de un mundo cerrado al exterior y dominado por una vieja guardia protocolaria y obsoleta, junto a la globalización erótica que propone la red, han ampliado notablemente la gama de prácticas y establecido nuevas formas de relación en el ámbito BDSM, hasta alcanzar, en el caso del shibari, el rango de tendencia con vida propia.
Según cuenta la historia, los orígenes del shibari están directamente vinculados a la tortura y la humillación de prisioneros y criminales, aunque eso sí, exclusivamente en manos de los guerreros samurai, los únicos a los que se permitía la realización y la enseñanza de esa práctica. Con el paso del tiempo, el shibar fue derivando de técnica marcial hacia una forma de sexualidad refinada y exquisita, aunque su directa relación con el castigo posibilitaba una clara vinculación con los preámbulos sadomasoquistas. El último paso en la ya larga vida de esta milenaria técnica le ha llevado a adquirir la categoría de espectáculo y, a decir de muchos, de arte.
Talleres para principiantes o alumnos avanzados, performances, reuniones de practicantes, sesiones de fotografía o vídeo y hasta cordelerías especializadas, el shibari se ha incorporado a la vida cultural de nuestro país con inusitada fuerza. Todos los fines de semana se celebran en las grandes ciudades quedadas en las que los unos se atan a los otros en una verdadera orgía de cuerdas y nudos. Pero nada de sexo, nada de dominación o sumisión. De hecho, no es raro que en el transcurso de una de estas sesiones se intercambien los roles y que las cuerdas rodeen pantalones vaqueros, camisetas de mercadillo o zapatillas de marca. Da igual, el placer -así me lo parece- está en la técnica, en el conocimiento de la calidad del cáñamo, en la práctica de la rebuscada lazada, en el éxtasis de sentirse inmóvil o constreñido.
Aunque reconozco que el resultado final tiene extraordinarios valores estéticos y me confieso admirador de estos maestros de la atadura y de los artistas visuales que los inmortalizan, la lentitud del proceso, la liturgia que le rodea, esa especie de misticismo erótico con el que se adornan los practicantes, hace que me resulte tedioso y un punto pedante. Pero puede ser, no lo discuto, que me esté volviendo viejo.
José M. Ponce
Fotos de Zor, Tentesion y del autor.